miércoles, 20 de enero de 2010

Desierto Florido: Atacama que brota como río colorido.



En las tierras yertas del desierto donde sólo la sal crece bajo el manto opaco de la arena y las rocas, en las explanadas silenciosas besadas por el tórrido sol de cada día, Dios sembró semillas de nueva vida. En ese silencio mustio de los atardeceres en que ni el cóndor baja a mirar las canteras de sal por miedo a quemar sus alas, ahí en los faldeos de las montañas de los Andes o más abajo en las planicies angostas, crece la vida de repente.

Bastaron 3 milímetros de agua para que todo naciera; flores, insectos, pájaros, cactus y rocas fertilizadas por la lluvia del invierno y el viento; las piedras entristecidas de tanta espera atrapan al vuelo las esporas de los líquenes que se apegan a ellas como a su madre patria. De entre los granos de arena salobre emergen los tallos delicados: mil nuevos soles, miles de nuevas flores.

Caminé sobre las planicies y los cerros admirando el paisaje de estos nuevos bosques. Recorrí paso a paso las extensiones abrumadoras del desierto chileno, que inhumaba la arena y las rocas y exhumaba la esencia de estrellas renacientes. Nada me importó la distancia o la fatiga, cabalgué con las manos extendidas atrapando la nueva vida.

Ese mismo desierto que amo tanto por su imperecedero silencio, hoy convertido en vergel de ojos amarillos me devolvió en mil besos la visita abrazándome en un cálido encuentro. Las emociones turbaron mis caricias y recorrió mi espalda la belleza de sus cerros como nuevas macetas vibrando hacia los vientos.

Aquí una montaña se ha vestido de verde, otra le ha robado al cielo el azul de la infancia, otra mas lejana se engalanó de un ámbar cristalino, la de más allá me mira con su vestido rojo salpicado de estrellas. Todas y cada una en esta gala de la primavera desértica han querido lucirse hermosamente bellas. En los montes cercanos a la rivera del pacífico, una corona de nubes se ha posado sobre las altas cumbres como sombrero blanco y esponjoso.

El valle, ese valle arenoso y estéril que acoge a los burros salvajes y a las llamas del desierto, reverdece y se cubre con los colores de la paleta divina centelleando bajo la brisa cálida que lo besa. El pulular de los insectos estremece los parpados de las flores silvestres y en concierto amoroso le abren sus corolas al amante compartido con otras de su especie.

Nada les importó la carretera que cruza los campos, no les asustaron los alambres de púas, no le temieron al cartel ¡No Pasar! Sonrieron ante la pancarta que prona amenazante: Recinto Privado. Se extendieron en cruz y espada más allá de los vientos encaramándose por sobre el roquerio y las casas, invadiendo la línea férrea, ocultando la fealdad que dejan los humana en su paso irrespetuoso por la tierra.

Todo es labor en el desierto de Atacama. Las plantas que han crecido duraran sólo un instante y en ese tiempo las bendigo y les canto. El proceso íntegro de la vida se funde bajo el suelo en un incesante pulular de obreros. Los abejorros, esos labriegos suaves, piel de seda negra y amarilla, recorren cada estambre, polen y luz de vida mientras otras recogen semillas para guardarlas en las entrañas frescas de la arcilla.

¡Algún día! –se dicen-, vendrá un nuevo tiempo de flores nuevas. Ellos no saben cuando pero será algún día. Puede ser en un año o en 50 por lo tanto el trabajo debe ser perfecto. No se permite errores en el desierto pues error es muerte eterna. Cada ser conoce su tarea y laboran felices llenando el ambiente de pálidos sonidos. A esos amantes laboriosos las flores les regalan el perfume de la tarde que todo lo cubre, que todo lo impregna incluyendo mi pelo.

Quise revolcarme en el paño de flores violeta pero no pude, quise impregnarme en el manchón de flores celestes pero no pude, quise marchitarme en la cubierta amarilla de la pampa, pero no pude, quise adentrarme en el rosado pálido hasta el fondo, pero no pude. Entonces ellas me cubrieron con sus aromas y llenando mi garganta de añañucas, me envolvieron entera en sol naciente, me regalaron su aroma de sortija, me llenaron los ojos de luz postrera.

Camine silenciosa hasta mi auto y emprendí el viaje de regreso. Dejarlo me dolía fuerte aquí en el pecho ¡Como quise guardarme en el desierto! Quedarme para siempre cobijada en el aliento que las sopla hacia el cielo; hundirme y amanecer en cada evento de nueva primavera reverdeciente; fundirme en el desierto; ser un grano de arena.

Lo guardé en mis pestañas para recordarlo mas tarde, cuando frente a mi pantalla revisara sus flores, y aquí lo tengo, enardecidamente perfumada de estrellas, atardecida y eternamente agradecida por este fugaz encuentro.

1 comentario:

hugo luna dijo...

vívido relato, poético... de una experiencia con la tierra... hermoso, mi saludo...